jueves, 19 de enero de 2017

Los elixires del diablo, de E.T.A. Hoffmann

Los elixires del diablo (1816)


Esta semana la entrada le toca a una obra esencial de la historia de la literatura. Una obra con fama de difícil, compleja; laberíntica, si me permitís el símil. De bien seguro que a muchos no os descubriré nada, puesto que probablemente la habréis leído, pero esta reseña la dirijo más bien a quienes no se hayan atrevido aún (sea por desconocimiento o por recelo) a sumergirse en el oscuro, demente y retorcido mundo de E.T.A. Hoffmann (Ernst Theodor Amadeus, por si las siglas os pican la curiosidad). Y qué mejor que hacerlo con su gran obra maestra, aquella que, ojalá, no os cansaréis de recomendar una y otra vez,

Los elixires del diablo es a día de hoy una referencia de la literatura del Romanticismo por razones de lo más variopintas. Como novela es singular, de difícil acceso por la multitud de giros, tramas, subtramas y, sobre todo, un estilo muy denso a base de numerosas oraciones subordinadas que en más de una ocasión os obligarán a repasar las líneas anteriores. Sin embargo, la obra culmen de Hoffmann no merece ser recordada constantemente por eso, como suele ser habitual, sino por su excelente dominio de la tensión, junto al desarrollo y la riqueza y de sus personajes.

En mi caso, conocí a Hoffmann de casualidad; de hecho, ni siquiera recuerdo cuándo oí acerca de él por primera vez. No fue hasta que me embarqué en un estudio de la estética romántica que me convencí a leerlo y, con toda sinceridad lo digo, me alegro de no haberlo hecho hasta entonces. Difícilmente hubiese llegado a sumergirme en ella como hice, de eso estoy convencido.

Los elixires del diablo es una novela que, a mi parecer, requiere cierta predisposición por parte del lector. Un interés previo, por decirlo de otra manera. Y es que si bien es verdad que los primeros compases de la historia atrapan y lo llevan a uno de la mano hasta la resolución de lo que se podrían considerar los dos primeros actos, el resto puede hacerse un poco cuesta arriba. Ciertamente, ésas son las partes más brillantes de la novela, pues cumplen con todo lo que uno espera de una novela del género: un monasterio misterioso, un castillo perdido en las montañas, asesinatos, sangre, apariciones, etcétera. Podríamos hablar de clichés (Hoffmann, de hecho, se inspiró en El monje de Matthew G. Lewis, de 1796, a la hora de escribir esta novela), pero aun así son partes que moldean una atmósfera sin parangón, con escenas muy potentes, un planteamiento adulto e introspectivo y un trabajo excelente a la hora de describirlas.

La obra, sin embargo, no se detiene ahí. El protagonista sigue su camino hacia la locura, cuesta abajo y sin frenos, y entran en juego todo tipo de personajes histriónicos, inclasificables; las situaciones se suceden la una detrás de la otra, y verdaderamente parece que nos encontremos ante una novela que no sabe a dónde va. Y afirmar esto tampoco debe entenderse como un sacrilegio, más aún teniendo en cuenta que el propio Hoffmann se perdía durante el proceso de escritura, viéndose obligados sus editores a repasar los textos y a darle más de un toque de atención. Por supuesto, aquí deberíamos hablar sobre lo peculiar que fue el autor, pero, creedme, es mejor dejarlo para otra ocasión.

Llegados hasta aquí, la pregunta que muchos os haréis será "¿Pero de qué va Los elixires del diablo?". La novela, en resumen, puede interpretarse como un viaje; un viaje hacia la locura más absoluta, hacia la pérdida de la noción de la realidad. El protagonista es Medardo, un joven y modélico capuchino de un monasterio de Bambgerg (en la región de Baviera). No tardará en conocer la leyenda de ciertos elixires de poderes extraordinarios, y eso supondrá el disparo de salida de todo cuanto ofrece la novela. No se trata, para nada, de una novela de fantasmas ni de posesiones diabólicas, sino un desasosegante recorrido por la locura.

Medardo, y no lo consideréis un destripe, enloquece, arrastrándonos su locura también a nosotros como lectores, llegando un momento en que ni siquiera sabremos si lo que está ocurriendo es verdad, o no, si es el protagonista el que está alucinando y dejándose espantar por fantasmas que solo están en su cabeza o si realmente existe un peligro que somos incapaces de advertir aun desde nuestra posición privilegiada de observadores externos. Los elixires en sí no son más que un mcguffin, y el argumento tampoco es una maravilla, puesto que se reduce a Medardo escapando de las distintas situaciones en que se encuentra inmerso, llevándolas hasta el extremo, haciéndolas insostenibles, y viéndose obligado a dejarlo todo atrás. Ahí se entrevé que donde mejor se desenvolvía Hoffmann era con los relatos (en otra ocasión os recomendaré varios de ellos), que conformaron el mayor grueso de su obra y que, aunque estos Elixires se consideren su obra maestra, muestran una mayor solidez. 

En mis manos tengo la edición publicada por Valdemar en su colección El Club Diógenes, de acabado excelente y con una introducción recomendadísima para encajar con algo más de facilidad las piezas que forman esta novela, no siempre dispuestas en orden. Realmente, desconozco si está publicada por alguna otra editorial, así que si os interesa os recomiendo que os lancéis de cabeza a por esta versión.

Por supuesto, no se trata de una lectura rápida ni sencilla, aunque sí, por mucho que parezca contradictorio, amena y satisfactoria. Con un mínimo de predisposición, accederéis a avanzar por ese camino lleno de sorpresas y momentos de puro desasosiego, disfrutando al mismo tiempo de una prosa elaborada y unas descripciones, un trato de lo horrendo, que influenciarían mucho a otros grandes del género como Lovecraft.



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